El
se había hecho extranjero saliendo del siglo. Una tarde se escondió en el mar,
que en las mañanas era un cristal debajo del cual otra vida se movía. Sólo en
las tardes se observaba el movimiento. Por eso se fue una tarde.
El
extranjero en un tiempo no lo fue. Había nacido en esa tierra donde el mar una
vez se acostó a los pies de las montañas y donde aún permanece dormido. Cuentan
que una vez se despertó y se levantó y en realidad es más alto que ellas. El
extranjero nunca lo vio despierto. Vivió ante un mar engolfado y tranquilo y
eso lo hizo sentirse fuera de lugar y de tiempo. Por eso se fue.
Y
era una tarde cuando regresó a este siglo al pie de las montañas. Volvió como
un acto indigesto del mar. Más extranjero que siempre. Sin tiempo y sin lugar.
Como un ser primario de un mundo que aún no existe. Insinuándose como la imagen
de algo que nunca existirá. Como un intento, prueba o desvarío de una época
diluvial.
Regresó
la misma tarde en que Hortensia alzó la tapa. Ella preparaba un sancocho en una
moderna olla de cristal Pyrex, montada
sobre leños y piedras, de manera que se sentaba en la puerta de la casa a
desenredar su larga cabellera y desde allí podía ver como las aletas del
pescado se deshacían confundiéndose con las verduras.
Cuando
el peine se le atascó en el último nudo que le faltaba por desenredar, se dio
cuenta que el sancocho estuvo listo. Por un momento dudó si deshacer el nudo o
desmontar la cocción. Con el peine aún colgando en sus cabellos destapó la
olla. En ese instante sitió que una estruendosa carcajada se abrió bajo sus
pies, haciendo que el cristal de la pyrex
se levantara como una vitrina repleta de peces. El mar había hecho ebullición, soltando
sobre su recién peinada cabellera, algas y conchas de moluscos.
El
extranjero vio al mar retirarse hasta los cabellos de Hortensia, pero ella sólo
lo miró a él, enredado en musgo maloliente y escamas de pescado.
Hortensia,
la mujer de facciones imperfectas y gesto apacible, quedó tan larga como su
cabellera. Lo vio aparecer con sus cejas y barba de limo y su piel impregnada
en sedimento. Esa tarde su mirada comenzó a navegar sobre mundos no
construidos. Y esa tarde, las algas enredadas en sus cabellos y las conchas de
caracoles que formaron una corona en su cabeza, hicieron que el extranjero
quisiera quedarse un tiempo. El mar, en los cabellos de Hortensia, ya no estaba
tranquilo.
Los
habitantes del siglo al pie de las montañas vieron que el mar se retiró, pero
nunca supieron dónde. De sus casas sólo les quedó el recuerdo de haberlas visto
quebrarse como piezas de barro, y de sus ventanas sólo el sonido de las olas
entrando por ellas. Nadie se enteró de la llegada del extranjero, pero a partir
de ese día, como por instinto o designio natural, algunos se fueron a vivir a
lo alto de las montañas. Otros, decidieron permanecer al pie, convencidos de
que el mar nunca más se alteraría.
El
extranjero vivió en el siglo con los ojos y la nariz en los cabellos de
Hortensia, de modo que miró a los otros habitantes con los oídos y por eso
inventó otra forma de expresarse, pero en ese tiempo, sólo el mar lo
comprendió.
El
extranjero y Hortensia se acercaban de tarde al mar y ella lanzaba sus cabellos
a nadar. Con los meses la sal los volvió ásperos, perdieron movimiento y
dejaron de ondular. Entonces, decidieron sepultarlos.
Hortensia
mojaba sus pies mientras el extranjero cavaba en la arena un hoyo tan hondo
como largos eran sus cabellos. Después Hortensia se extendió en la playa
dejando su cabellera caer en lo profundo, y la brisa fue depositando lentamente
la arena.
Hortensia
se levantó calva a caminar en contra del viento. Poco a poco se fue volviendo
pétrea. Primero su rostro, luego sus manos y pies, después el cuerpo, por
último el lugar de los cabellos. Cuando el extranjero la alcanzó y la tomó por
la cintura, de la cabeza petrificada nacieron dos enormes quelas cuyas tenazas de inmediato se volvieron hacia él para roerle
la barba.
Después
de eso, el siglo fue invadido por cangrejos. Los habitantes adoptaron una
especial manera de ir hacia el mar, que se retira, no se sabe dónde.
Relato de Riolama Fernandez
Publicado en el Libro Variaciones desde el Sillón
Fondo Editorial Predios
Predios Narrativa
Agosto 2000
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