Riolama
Fernández
La primera vez que fui
a Berlín me detuve en una esquina largo rato a ver pasar esos hermosos automóviles.
Estaba maravillada de todos los modelos y colores espectaculares que
transitaban por enormes autopistas de cuatro y hasta seis canales, mi mente no podía
dejar de repetir “esto si es un país desarrollado”, por primera vez vi alemanes
buen mozos, no como esos desarrapados malolientes que pasan por Venezuela en
cholas y una botella de agua mineral bajo el brazo. Estos alemanes eran realmente
guapos, más que actores de película, y montados en esos autos, pues, más atractivos
se veían. Decidí patearme Berlín, que es una ciudad enorme casi gigantesca,
como dije con calles y avenidas de grandes
extensiones, también por no andar preguntando como tomar un bus o taxi para no
tener problemas con el idioma. Llevaba un croquis de como tomar el metro pero
lo dejaría para el final de mi jornada, así que luego de recorrerla en un tour
en autobús, la camine casi sin descanso. Caminando y muy cansada llegue al
hotel donde me hospedaba, mi estadía incluía la cena pero llegué a las ocho de
la noche y el restaurante había cerrado a las siete, así que tome un baño y decidí
salir a buscar que comer en la calle, comprendí que mis pies ya no aguantarían zapatos
así que en medio de una helada primavera me atreví a salir en cholas fuera del
hotel, ya eran las nueve de la noche y de pronto me encontré íngrima y sola en
la gigantesca ciudad con sus avenidas de seis canales por donde no transitaba
ni un solo carro, de manera que la crucé como quien cruza una sabana descampada
en el llano. Un solo negocio tenia las puertas abiertas y para mi suerte
hablaban español, les dije que tenía mucha hambre que quería comer, me dijeron
que ellos vendían comida pero que el lugar estaba cerrado para el público, que
estaban allí reunidos pero que ya no estaban trabajando, me indicaron que
afuera estaba un carrito que vende shawarmas, que caminara una cuadra a ver si todavía
estaba. Efectivamente, en Berlín no pasó un carro en la noche aunque era
primavera, pero el carrito de shawarma estaba allí como esperándome a mí, su única
cliente. Mientras comía, sentí frío en los pies, pero preferí el frío antes que
volver a ponerme los zapatos luego de tanto caminar, pensé en los alemanes que
viven en mi país, como se vuelven locos allá, que lo aman tanto y se lo
disfrutan mejor que a una cerveza alemana de esas enormes. Entendí su negativa
a ponerse zapatos en Venezuela, si no me provocó a mí ponerme zapatos en medio
de una fría noche, supongo que ellos habrán caminado tanto en mí país como yo en
Berlín. Cuando miro lo felices que viven los alemanes en Venezuela, no dejo de
pensar en la gran Alemania con su gran Berlín y sus hermosos pueblos con
casas como de los cuentos infantiles y ciudades más pequeñas y hermosas llenas
de musicalidad, en sus ciudadanos sin posibilidad de disfrutarlas porque solamente
viven para trabajar, para tener esos espectaculares autos que no pueden manejar
porque deben trabajar y descansar para volver a trabajar, sus caras serias un
tanto severas para mi gusto y ver como en Venezuela gesticulan y se llenan de
amplias sonrisas, aunque nuestras calles están llenas de huecos y no se ven
esos carrotes.
Otros países tienen las
mismas industrias que tiene Venezuela pero los ciudadanos venezolanos no
contamos con ciudades diseñadas para que las disfrutemos, pero tenemos tiempo
para patear estas calles llenas de barro, basura y delincuencia, y no es que
otros países no generen la misma mierda es que por lo menos los gobiernos la
recogen y garantizan al menos un rostro limpio que huela bien.
Irse de Venezuela
porque la calidad de vida ha desmejorado enormemente es una opción tan válida y
respetable como que decidas ser budista, contraer matrimonio o cambiarte el
color del cabello. Quedarse a intentar evitar un naufragio mayor del país, a
hacer la diferencia en nuestro metro cuadrado, es otra opción respetable. Poner
en la balanza la vida personal y la vida nacional y la decisión final es también
un resultado que debe respetarse.
En mi caso personal,
salir del país sería empezar de nuevo a buscar donde vivir, vivir alquilada, la verdad ya pase por
eso demasiadas veces en mi juventud, se lo terrible que es trabajar para pagar
un alquiler, también he pasado la mayor parte de mi vida haciendo y deshaciendo
maletas para armar una nueva casa y empezar un nuevo viaje, tengo un récord de
mudanzas y de viajes difícil de igualar. Irme y pensar que voy a tener que
pasar por algo que ya superé, es tan o más aterrador que perder mi auto en un atraco,
conste que hablo con propiedad, he sido atracada cinco veces dos de ellas con
secuestro y robo de vehículos. No critico a quien se va por esa razón, lo
entiendo y lo respeto.
Hace poco, una amiga
que se fue de Venezuela hace años, porque se sentía discriminada por su orientación
sexual y no valorada en su profesión, informó que al recibir la ciudadanía americana
dijo que daba gracias a sus padres venezolanos por haberle dado el talento y la
valentía, pero que en Venezuela solamente le estaba reservado “el cementerio o
el ala psiquiátrica del hospital, que Venezuela es para talentosos y valientes”.
Si, le respondí, y más allá de la ciudadanía nacional propia
hay que tener claro que todas las ciudadanías tienen su cementerio, su ala psiquiátrica
en su propio hospital y por supuesto su suburbio nacional particular, lo
importante es que los talentosos, independientemente de su ciudadanía y del
lugar donde opten por vivir y luchar su vida siempre están allí para hacer la
diferencia. Ítaca, donde vayas la ciudad te seguirá por eso hay que construir
la ciudad interior para que no te abandone estés donde estés. Cuando uno viaja
no solamente se encuentra con otros talentos sino también se entera de la
existencia de otros suburbios nacionales y de sus respectivas alas de psiquiatría.
Al final uno hace la diferencia en uno mismo.
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