Riolama Fernandez
Todo ser que ame los clásicos indefectiblemente termina
amando cuerpos esculpidos, así era incluso Platón, el de la ancha espalda y
extremos omoplatos, no hay escrito más hermoso que su disertación sobre la
belleza, así como él, yo también la amo. Siguiendo el orden esteticista de mi
vida y teniendo claro que la salud es inherente a lo bello, porque no hay nada
enfermo que lo sea, fui a parar en un gimnasio. Estando allí, ejercitando mis
brazos con unas mancuernas de diez kilos en cada mano y mirando en el espejo
mis imperfecciones no solamente de los movimientos sino lo que habría de
corregir en mi propio cuerpo, se coloca a mi lado una chica con grandes pechos y
trasero, que en cambio se ejercitaba con unas diminutas pesas de plástico,
rosadas, que parecían de juguete. Al terminar mi serie me fui, sintiéndome
estafada, a reclamarle al entrenador – porqué yo levantando tanto peso no tengo
ni la mitad del trasero que ella tiene. Un entrenador siempre termina siendo
una especie de cómplice a quien uno le confía todos sus complejos que ni
siquiera le confiamos a nuestra mejor amiga, sobretodo porque también es mujer
y a las mujeres nada les satisface más que ver como las otras se afean. El
entrenador explica amable y sonriente que ese trasero no se hizo en el gimnasio
sino en un quirófano, -si lo hubiera diseñado yo no hubiera quedado tan feo,
dice riendo. Esa mujer no tiene tu fuerza- me dijo- y, como lo que sentí un castigo,
me puso a hacer planchas con las piernas cargando la máquina con ciento veinte
kilos, pero él tiene razón, el entrenador siempre tiene razón, cuando dice “tu
puedes”, es porque puedes. Empujando la plancha con mis delgadas piernas se
pasea otra mujer que no solamente tiene las tetas y el culo postizo sino que
hasta su cabello lo es, usa extensiones negras hasta su llamativo y raro
trasero y lo mueve y pavonea de un lado a otro conjuntamente con las extensiones,
tratando de llamar la atención de esos voluminosos hombres que se la pasan
horas ahí y no tienen ojos para ver otra cosa que no sea sus propios músculos,
y por más que la tipa mueve el trasero y el cabello, nadie la ve, excepto yo,
que me asombra como una mujer después de operada se inscribe en un gimnasio y
pienso que si lo hubiera hecho antes no hubiera tenido necesidad de operación, porque
el ejercicio no endurece el silicón ni lo convierte en músculo, pero la que me
equivoco soy yo, porque la filosofía es ponerse buena para apantallar a ver si
se levanta un tipo de esos que ella piensa que están buenos. Y yo siguiendo el
circuito señalado por mi entrenador, luego de hacer plancha con las piernas
vuelvo con los brazos en el Predicador y allí logré que esos tipos de abultados
y llamativos bíceps, que no se cansan de verlos crecer cada día más y más, voltearan
a ver los míos tan pequeños, y otra vez mi entrenador me consuela -algunos de
esos grandes no levantan el peso que tu si, a lo mejor son inyectados, no
tienen fuerza; pero no dejó de conmoverme que se dignaran a ver los míos
pequeños pero fuertes, con algo de admiración.
Con el tiempo, lamentablemente mi horario para
ejercitarme dejó de coincidir con el de mi entrenador, así empecé a llegar más
temprano y yo misma cargaba mis máquinas colocándoles el peso idóneo para mí,
pero justo antes de empezar el ejercicio venía otro Entrenador, de esos que dan
instrucción personalizada, con cuatro clientas de mi misma talla diciéndoles –denle
con ella ahí- pero el tipo ni siquiera se había dignado a ayudarme a montar los
discos, ni les explicaba qué hacer, de manera que los Instructores Personalizados
terminaban ganándose su sueldo con mi
fuerza y mi sapiencia.
Hay máquinas que todo el mundo quiere usar y se arma una
cola espontanea para esperar el turno, pero nunca falta un Personalizado que
pretenda que sus clientas ejerciten primero y se brinquen la cola, como si en
el gimnasio hubiera clientes de primera y clientes de segunda, pero como yo no
permito que se trasgreda el orden, los Personalizados y sus clientas me odian, también
les da rabia mi fuerza sin necesidad de su tienda de esteroides y bebidas
energizantes, detestan que no tenga silicón y en lugar de aliviar el peso en
las máquinas haya que aumentarles. Descargar una máquina usada por mí para que
sus clientas operadas puedan usarla debe causarles un fastidio enorme.
En el gimnasio aprendí que la fuerza es un imán, de
pronto me veo seguida por todos esos chamos nuevos, que en lugar de buscar al
entrenador de planta, por alguna razón van tras de mi observando todo lo que
hago, me erigen en una especie de líder, hasta que me entrompo porque yo pago,
no me pagan, además esa situación me perjudica, porque mientras pasan los
turnos en la máquina que uso, yo me enfrío y me hace perder tiempo. Ni se diga
de esos que entran casi obesos y en vez de ponerse a hacer cardiovasculares para
adelgazar, insisten en hacer pesas pensando que se van a poner buenos más
rápido, así se masacran las vertebras, se tonifican pero sin salud, piensan que
los aeróbicos son femeninos o se sienten acomplejados porque creen que no van a
resistir ni poder coordinar los movimientos, cosa difícil para hombres toscos,
regordetes no acostumbrados a ser activos, más ese montón de chamos
inyectándose por no esperar el efecto de los ejercicios, futuros impotentes y
cornudos.
La aseadora, aprovechando su horario diferente al del dueño,
deja el trabajo a la mitad y en la entrada del baño nos recibe la escoba, la
bolsa de basura y el coleto metido en un balde de agua sucia como si fuera el
coctel de bienvenida en un crucero; tampoco limpia el salón de aeróbicos, lo
limpiamos los clientes con nuestro cuerpo cuando hacemos ejercicios en el
suelo. Algunas máquinas huelen a mierda porque todo el mundo suda y deja su
aliento sobre ellas sin que nadie les pase un trapo. A las máquinas, de tanto
uso, de pronto les puede saltar un tornillo, y no falta un inexperto que te haga
tropezar causándote un hematoma que dure un mes.
Con el tiempo te acostumbras a todos esos sucesos que
constituyen la cotidianidad de un gimnasio, dejan de sorprenderte, de darte
rabia y de darte risa, todo el ridículo deja de serlo, lo respetas, como son
respetables todas las formas e identidades que nos son distintas; los hábitos
diferentes respetados como en toda comunidad perfecta. Tal vez haya pocos
lugares, con tanta gente diversa, donde todos se respetan. Las rutinas de
ejercicios paradójicamente es lo único que no se siente rutinario, se convierte
en un ritual placentero sin lo cual ya no puedes vivir, forma parte de tu vida,
tus músculos se entumecen y las articulaciones hacen ruido si lo dejas unos días.
Lo único que puede llegar a sorprenderte en un gimnasio es que a la fuerza
militar se le ocurra entrar. Los policías y Guardias Nacionales, acostumbrados
a lidiar con gente de malos hábitos enmudecen allí, miran detenidamente a todos
lados tratando de ver algo o alguien inadecuado y solamente logran ver gente
saludable ejercitándose embelesada ante el espejo, que ni siquiera nota la
presencia de efectivos policiales con su atuendo tan antideportivo. Los policías
casi se avergüenzan de su presencia entre gente tan bonita y sana a la que no están
acostumbrados a tratar. Buscaban estudiantes que manifestaban y armaban
guarimbas contra el gobierno en la avenida, muchos de ellos corrieron a
esconderse en los restaurantes, clínicas y locales aledaños. Ni los policías ni
nosotros logramos enterarnos si entre los que entrenábamos estaban los
manifestantes que buscaban.
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