GUERRAS EN EL PATIO




Las guerras en el Medio Oriente nunca me han sido ajenas, ni son solamente cosas de extranjeros, las he tenido siempre formando parte de los patios familiares de Angostura, como los mangos como los jobos, el aceite y apamate. La primera vez que oí acerca del Líbano fue de labios de Abraham. Mis mejores amigos en Angostura indefectiblemente siempre se llamaron Abraham, uno era de Siria otro era libanes. Ellos describieron para mí los paisajes y las palmeras que dan esos dátiles, que yo solamente conocí dulces y secos envueltos en papel celofán entre las cestas de navidad que obsequiaban a mi padre de aguinaldo. El Abraham libanes fue mi primer admirador, cuando tenía 12 años dijo que se casaría conmigo y me llevaría al Líbano para que viera florecer las palmeras y los frutos llenarse de jugo. Conocí el Líbano en labios de Abraham, y en mi ignorancia de aquel país aprendí a amarlo en la añoranza que se reflejaba en sus ojos verdes, al punto que mi desconocimiento y su añoranza se hicieron un solo sentimiento veinte años antes que Milán Kundera escribiera su pequeña obra maestra: “La Ignorancia”. Las guerras del Medio Oriente para mí no han sido extranjeras, forman parte intima de nuestros arquitectónicos patios, los abuelos de mi amiga Adriana fueron colgados de cabeza en sus casas del Líbano hasta morir, palestinos fundamentalistas les hicieron eso por ser cristianos. Adriana los domingos ocupa los primeros asientos de la catedral de Angostura y profesa con reverencia la misma religión por la que murieron sus abuelos. Familiares de mi amigo Abraham de Siria corrieron la misma suerte, ellos también se toparon con fundamentalistas y así de su puño y letra conocí Damasco a orillas del Orinoco. Las guerras me trajeron grandes amigos y acercaron a los patios coloniales de Angostura sus historias, pesares y bellezas. Esas guerras no nos son ajenas, el Orinoco abraza a sus desterrados y los cobija, entre sus márgenes, irrigándolos hasta hacerlos crecer como palmeras. Abraham de Siria era como una palmera de Damasco regada con aguas del Orinoco, de él manaba la mejor poesía y la más original filosofía. Milán Kundera hace unos meses cumplió 85 años, mi amigo Abraham de Siria murió el mismo día que cumple años de fundada Angostura, en estos tiempos se ha puesto de moda que el mundo llore a Palestina, y yo que nací y crecí en Angostura haciendo mío Damasco y extrañando a un Líbano que nunca visité, no sé cómo vestir esa moda que si me parece extranjera, porque el traje no se ha confeccionado como corresponde, ha terminado siendo el retazo proveniente de un mal boceto elaborado a la medida de cada gobernante, de cada dictador, de cada terrorista y de cada asesino, me niego a llorar para no caer en el juego macabro de un despiadado logrando su fin, me niego a llorar pues crecí llorando los abuelos de mis amigos: Abraham, Abraham, Adriana. Crecí viendo llorar desconsolada a mi madre por la muerte de Ana Frank, aunque murió 30 años antes que yo naciera, ella siempre la ha llorado por eso aprendí a rezarle salmos y encenderle velas a esa niña que en mi casa amamos por el dolor de millones, con quien siempre me he sentido en deuda por haberme regocijado con los apasionantes discursos de Adolf Hitler, al punto que siendo una inocente de nueve años mi madre me viera con temor y me regalara preocupada y confiada el Diario de Ana, mi hermana Ana. A los dieciséis un amigo me regaló su foto para que viera que si nos parecíamos aunque ella nunca cumplió dieciséis. Esas historias debieran ser extrañas a estas columnas neoclásicas devenidas en hogares y negocios de árabes inmigrantes arraigados en el corazón de Angostura, en el corazón de nuestra arquitectura y en la arquitectura de nuestro corazón.


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