LA CIUDAD SIN NOSOTROS






En La ciudad sin nosotros, novela de Riolama Fernández, se explora el sentido del diálogo en una ciudad que se recompone a sí misma en la medida que sus habitantes la redescubren a través de la mirada amorosa que comparten:

- Vamos a ver cómo se ve la ciudad sin nosotros – decían, y se montaban en el carro, cruzaban el puente y observaban desde allá.
-  Es hermosa - decían maravillados como si nunca hubieran visto el cúmulo de construcciones coloniales apiladas sobre inmensas piedras ribereñas, erguidas con prestancia y parecían abrazarse en su base para impedir ser arrastradas por el ímpetu del río. Formaban una ciudad eterna, bella, imperturbable, como una fortaleza alumbrada por el agua.
- Claro que se ve hermosa, no estamos nosotros, estos espantos.- y reían - Bueno, yo espanto –  aclaraba Orsini -porque tú no espantas, en cambio yo…
-  Tú perteneces a ese paisaje, no espantas, ese paisaje sin ti es como si le quitaran el río.
-       Pero la gente preferiría no verme.



En la ciudad de la novela las identidades se van desintegrando desgastadas en las funciones que camuflan mal una orfandad colectiva. Lo que no se habla, lo que se oculta bajo las capas de concreto y discurso populista  va ensimismando a cada quien, todos están sintiendo y viendo pero disimulan. No hay manera de mirarse a los ojos. No hay tiempo para ser al lado de nadie y olerse. La locuacidad va sustituyendo la elocuencia, el miedo confunde a la prudencia. Es una ciudad sitiada llena de huérfanos abrumados por la desconfianza y el hambre. 

Los personajes centrales, huyendo de la turbamulta,  coinciden en el mismo ruego de no ser borrados. En el río se encuentran y oyen el clamor de la ciudad real sumergida. La conciencia irónica del artista se manifiesta  en la ética de la implicación,  la función creadora que todos tienen  es rescatada entre dos.    

El amor propio del huérfano que presenta un enorme agujero porque la historia y la  ciudad-estado lo han expulsado se reconstituye en la medida que reconoce la orfandad ajena. Una mujer que descubre la propia orfandad sin culpar a nadie y actúa por su bien y el del otro, un hombre que afloja la máscara de integrado- antisocial para confiar en ella y por lo tanto un poco más en sí mismo, forman esta pareja con otra manera de amor que había quedado bajo las piedras.

Porque en el viaje de la lengua que se habla en Angostura una palabra clama por su redescubrimiento. Hay que volver a usar el vocablo ágape que solamente es posible en las acciones, las obras con sentido que generan  los enamorados. Los dos coinciden a la orilla de las aguas  de la memoria y recogen esta palabra que describiría mejor su vínculo. La compulsión sexual diluida en la estima del otro, el doble proyectado en la fraternidad del afecto y la amistad incondicional, el bien íntimo y el común. Los arquetipos sadomasoquistas quedan invalidados.

Hay un juego narrativo con el subgénero sentimental en este relato, que rompe con la atemporalidad que caracteriza a la novela sentimental, y hace un guiño - homenaje a la obra de Milan Kundera y a la tradición greco-latina que recogen en la reelaboración de las leyendas de Diógenes de Sinope la memoria colectiva. Se pone en voz del cínico auténtico, del observador artista, la meditación  sobre su destino. En la novela de Riolama Fernández la voz secreta de Angostura  se pronuncia  a dúo. La expresión del poeta marginal que circula como un bufón e –ironía mediante- aleja a las musas vaporosas de las adicciones y las ideologías cuando sale de sus monólogos y conecta con la mujer real que es la musa de sí misma. Y la de la mujer filósofa que le devuelve a ratos  su rostro desde el trabajo de hacerse humana y menos caricatura femenina, de despertarse ella misma de los hechizos, disfrutando la animalidad sin idolatrías, meditando a Lucio Séneca sin moralinas, para entender su propia esperanza equivocada, sus residuos de ideologías frenéticas, su fortuna con sus reveses. 

Y como es una novela realmente de amor no hay final feliz, sino un transcurrir, un momento de la vida en el tiempo que dura la lectura de la novela con su mundo propio, cuando coinciden dos y conocen la pasión y muerte de cada día, con los lectores,  que salimos solos pero con los otros,  a la batalla de los administradores de la ciudad.

Dinapiera Di Donato








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